#DirPro ¿Si en los demás países pueden trabajar con funcionarios de cualquier signo, por qué en España no?


 

Por GERARDO BUSTOS

Una administración pública profesional es una administración puesta al servicio del ciudadano, embarcada en unos grandes proyectos que superan los tiempos y los intereses políticos. Frente a esto se sitúa una administración férreamente controlada por el poder político, al que debe incluso su supervivencia en las cotas profesionales alcanzadas. En el primer caso el poder está en manos de la sociedad, mientras que en el segundo el poder ha sido atrapado por la élite política.

Hace un par de años cayó en mis manos un pequeño libro cuyo título da que pensar:  “Devuélveme el poder”, de Miriam González Durántez[1]. El libro enmarca todo su planteamiento en una recreación del liberalismo. Una de las fuentes que usa es el libro de Conrad Russell, “Manual de liberalismo para personas inteligentes”, que destaca entre sus planteamientos centrales el de que “la clave del liberalismo está en la dispersión del poder”. Lo cual lleva a la autora a mantener que “el liberalismo consiste en poner en manos del individuo el control del poder político, no sólo en política económica, sino en todas y cada una de las decisiones políticas”.

Evidentemente, no estoy hablando de liberalismo como ideología política, sino de una idea de organización política, donde el poder está repartido. Donde la existencia de contrapoderes es la garantía de un ejercicio democrático del poder. De tal manera, que en su opinión “el liberalismo nace de la diversidad, del reconocimiento de las tensiones propias de todo grupo social. De aceptar que pensamos de formas distintas y que esa diversidad de opinión, esa tensión dialéctica, en lugar de ser un problema que hay que resolver, es algo positivo que enriquece a la sociedad y que nos lleva a tomar decisiones políticas más sabias”.

Excesiva concentración de poder político

La idea me resulta harto atractiva, porque cuando la trasladamos a las administraciones públicas nos encontramos con ese problema generalizado en España: la excesiva concentración de poder político. Si echamos la vista atrás, hacia la transición política de 1978, nos damos cuenta que en aquellos momentos era necesario apoyar el ejercicio político y sus herramientas, que habían sido demonizadas durante el franquismo. Es probable que entre los demócratas de la transición primara un funcionamiento cultural mamado en el franquismo, en el sentido de que la mejor manera de proteger algo es dotarle de poder. Más aún: de sagrado poder. 

Bajo esta doctrina, a más poder, más protección.  Eso llevó a trasladar a los partidos políticos un poder total y una acumulada capacidad de control. El resultado de esa dinámica ha sido la creación de unos potentísimos partidos políticos con privilegios  como el control total de las listas electorales (cerradas, sin posibilidad de cambio ni influencia por parte del ciudadano, salvo la votación al bloque entero), una generosa financiación de partidos políticos, cierta tolerancia social sobre la financiación irregular de los partidos, etc. Nuestra democracia los ha tratado con absoluto mimo, y se han convertido en niños malcriados que no han tenido que hacer grandes esfuerzos para desarrollarse. El resultado es que han nacido y crecido con vicios muy peligrosos.

Férreo control político

Si retomamos el terreno administrativo, vemos que esta situación, bajo el paraguas de partidos mimados acostumbrados a la vida fácil, nos ha llevado a la consideración por parte del poder político de que no hay otra manera de gestionar las administraciones que no sea la del férreo control. De ahí que la reforma de 1984 y las leyes aprobadas en las últimas décadas dejen inalterable ese poder político sobre el administrativo. De tal manera es así, que es difícil encontrar la línea divisoria entre uno y otro. Cada relevo de poder político conlleva una ruptura administrativa en los planes y proyectos administrativos, además de la generación de una nueva oleada de «mochileros» (directivos cesados a los que se dota de un puesto especial y la garantía de una parte del sueldo anterior) .

Esa ruptura se centra en el relevo de miles de altos cargos, centenares de funcionarios eventuales y un número indefinido de puestos de libre designación. Esa libre designación que nuestra cultura de espolio administrativo ha confundido con libre cese revestido, como disculpa superficial más que otra cosa, de la omnipresente falta de confianza. Una dinámica que entronca más de lo que parece con los cesantes que tan magistralmente describiera Galdós en “Miau”.[2], nada que allá por las postrimerías del siglo XIX.

Administraciones desprofesionalizadas y dependientes

En la misma línea se manifiesta Mirian González cuando combate la machacona creencia popular de que en España hay demasiados empleados públicos, y afirma tajante que “el problema de la administración tradicional en España no tiene nada que ver con el número de personas que trabajan contratadas por el erario público, sino con la falta de independencia y desprofesionalización de amplios sectores de ésta”. Porque eso deriva en una grave consecuencia, cual es la “la proliferación de puestos de libre designación, y la influencia de los políticos en las mesas de contratación de personal, han creado un espacio ingente de arbitrariedad permanentemente expuesto al abuso y a las prácticas de dádivas políticas” a todos los niveles y en todas las administraciones públicas, no sólo en la Administración General del Estado (AGE).

Puesto que los directores generales son altos cargos nombrados con total discreción,
la pirámide de la estructura profesional de las administraciones públicas descansa sobre los subdirectores generales o similar. Pero al ser éstos los principales nichos de los nombramientos por libre designación, que «pueden ser despedidas ‘a dedo’”, nos enfrentamos a un gravísimo problema en el terreno de la dudosa profesionalización de las estructuras administrativas. Porque es evidente que “esos trabajadores no se van a dedicar a controlar a los políticos en nombre de los ciudadanos, que es una de las funciones básicas de la administración (junto con la puesta en marcha a nivel práctico y técnico de las decisiones políticas), sino que hacen lo que los políticos quieren, porque para eso son ellos los que les han nombrado y sobre todo porque les pueden destituir en cualquier momento”.

La trampa está en la excesiva dependencia del poder político. Las élites políticas se encuentras cómodas en esa situación, pero las élites administrativas terminan por etiquetarse y se desprofesionalizan. Por una sencilla razón: la dependencia genera miedo, el miedo provoca servilismo y el servilismo genera malos profesionales. El esfuerzo se traslada desde lo que debería ser sacar adelante un proyecto a la gestión de la propia supervivencia, donde la obediencia se convierte en el bien más preciado. 

La concentración de poder está reñida con la eficacia

De todos ello podríamos llegar fácilmente a la conclusión de que los españoles tenemos vocación de dictadores, en el sentido de huir de la descentralización del poder.  Muy al contrario, aquí la tendencia siempre camina hacia el control de todo. El cambio de poder no lo entendemos como el paso en el que se produce una liberación de los controles excesivos, sino el proceso que lleva al relevo de unos por otros, a un mero quítate tú que me pongo yo. Para seguir haciendo lo mismo.

El caso de la gestión de la administración de justicia es el más claro y sobre el que más se comenta. Tanto, que cuando se habla de la cúpula del poder judicial se menciona a sus miembros con la etiqueta de origen (progresista, conservador, nombrado a propuesta de tal partido, etc.). Cuando un partido está en la oposición puede criticar, por ejemplo, que otro partido ejerce un excesivo poder sobre los órganos de control de los jueces y los tribunales; pero la crítica no es para liberar a los jueces del control político, sino para sustituir el control del adversario por el suyo propio. Desde el punto de vista de ciudadano, siempre perdemos, porque no recuperamos el poder, secuestrado por los aparatos partidistas. Realmente nuestra aspiración como ciudadanos es la de lograr que la Justicia sea totalmente independiente, no que esté controlada desde cualquier lado político, aunque ese control lo ejerzan “los míos”.

La convicción que subyace en los poderes públicos de todo signo es la de que no se puede ser operativos si no es con un control total de todos los estamentos de la sociedad. Ése es un clarísimo error antidemocrático. Y un error de planteamiento total, porque la operatividad, la utilidad máxima, no se da cuando puedo hacer lo que quiera, como si fuera el único poseedor de la verdad absoluta. Nada de eso.

El avance y progreso de un país surge siempre de las contraposiciones de las diferentes posturas de la sociedad. Y también del control del poder por parte de los órganos que están encargados de su seguimiento y vigilancia para garantizar un recto funcionamiento. Empezando por la máxima profesionalización e independencia de las estructuras administrativas.

Código de Imparcialidad

Viene muy a cuento aquí la pregunta que se hace Mirian González: Y si los de otros países puede trabajar con funcionarios de cualquier signo, porqué en España sólo con los suyos. Con respecto a nuestro entorno, somos una excepción en las dinámicas de gestión y funcionamiento del sector público. Porque “la relación entre los políticos y la administración es muy distinta en otros países”. Cita, por ejemplo, el caso de Dinamarca, donde los funcionarios no pueden tener actividad política y cada ministro sólo puede nombrar a un asesor (uno solo). También menciona el caso de Suecia, muy similar a Dinamarca en este sentido. Sobre el ejemplar caso sueco te invito a leer mi artículo en el blog gbustos.com «La mirada sueca, una esperanza de regeneración política» (aquí).

Mención especial merece quizá el Reino Unido, donde “no cambia casi nadie en la administración cuando hay un cambio de Gobierno; los funcionarios tienen obligación de neutralidad y el Código de Imparcialidad les exige que ‘actúen de tal manera que los ministros puedan confiar en ellos, garantizando al mismo tiempo que merecerán la misma confianza de ministros de futuros gobiernos’ aunque sean de distinto color político”. Es realmente atractiva la idea de un Código de Imparcialidad, no sólo por lo que exige, que también, sino por lo que simboliza en sí mismo. Porque en realidad lo que tenemos es un grave problema de ética, moral y escala de valores. En definitiva, de educación. Actuamos como esos conductores tramposos (y peligrosos) que se saltan los semáforos cuando creen que no los ve ningún agente de tráfico. 

 

 

[1] GONZÁLEZ DURÁNTEZ, Miriam. “Devuélveme el poder. Por qué urge una reforma liberal en España”. Ediciones Península. Barcelona, 2019.

[2] PÉREZ GALDOS, Benito. “Miau”. Primera edición en 1888. https://es.wikipedia.org/wiki/Miau_(novela)

 

9 comentarios en “#DirPro ¿Si en los demás países pueden trabajar con funcionarios de cualquier signo, por qué en España no?

  1. Elisabeth Cueto Faus

    Totalmente de acuerdo con el contenido de tu post. Una utopía para nuestro sistema con pocos visos de cambio lamentablemente. Todos los funcionarios deberíamos luchar por conseguir una Administración imparcial y profesionalizada al máximo aunque sea impensable de momento conseguirlo. Pero para ello deben cambiar los cimientos y la estructura imperante

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    1. Gerardo Bustos Autor

      De acuerdo contigo, Elisabth.
      Sí, es un esfuerzo de todos y necesita voluntad política, pero estoy convencido de que terminará produciéndose. Entre otras razones, por el empuje que nos proporciona en este sentido el entorno europeo.

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    1. Gerardo Bustos Autor

      Gracias, López Lera. Creo que es una cuestión de tiempo; vamos más retrasados que otros países de nuestro entorno, pero tarde o temprano recorreremos ese camino inevitable. Afortunadamente…

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    1. Gerardo Bustos Autor

      Gracias, Galán de Mora. Yo creo que está tardando más de lo que debería, pero llegará. La presión del entorno comunitario y occidental nos empuja en esa dirección.

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